Decidí correr 110 kms por un impulso y las ganas de superar un desafío en mayúsculas. Lo conversé con mi entrenador y sin repensarlo para no arrepentirme, me inscribí. Más de una vez me cuestioné en qué estaba pensando cuando lo hice, pero siempre pudo más ese bichito interno que quería jugársela con todo.
Después de casi 3 meses de preparación, de una semana media loca previa y un viaje lleno de imprevistos, llegó el día. Ese viernes que estaba marcado en el calendario hace meses y que era la cuenta regresiva para todo lo que estaba viviendo. Desperté feliz, mi plan de relajo había resultado y sentía nervios, pero de esos ricos. Entre panes con mermelada, plátanos con dulce de leche y mucho arroz, llegó el momento de vestirme de corredora y partir al lugar de la largada.
La carrera empezaba a las 19:00 horas y por altavoz nos avisaban que quedaban 5 minutos, 3 minutos, 2 minutos, cuenta regresiva, 10, 9, 8… 3, 2, 1. ¡¡¡Salimos!!! Éramos muchísimos, alrededor de 600 en total.
Pidiendo permiso y corriendo fuerte cada vez que se abría un poco la ruta, logré posicionarme para ir en un ritmo cómodo que podría mantener por mucho tiempo ¿Cómo lo medí? Un trote que pudiera conversar.
Antes de una hora oscureció, nunca había corrido mucho de noche, así que empezó pronto el desafío para mí. Por suerte tenía una buena linterna frontal que alumbraba harto y fue más fácil acostumbrarme.
En el kilómetro 9 era el primer punto de asistencia (PAS) y paré a abrigarme. Me puse mi primera capa, rellené mis botellas y salí. Me sentía bien, cómoda. El terreno me gustaba, no me estaba costando correr de noche ni tenía sueño. Pero a la hora 6 de carrera no pude comer más. Me daba asco tragar aunque fueran geles. ¡Esto era serio porque quedaba todo por delante! Me di cuenta que con el líquido no tenía problemas, así que me la jugué por tomar todo con azúcar y mantenerme lo más hidratada posible.
Llegué al Cerro Colorado, que era el que más me preocupaba porque tenía una parte de la bajada con piedra laja, un terreno en el que no me siento segura. Y de repente desde arriba escucho “Pepa” con voz de hombre. Era mi entrenador que estaba corriendo 160 kms y nos encontramos en la ruta.
Él me dijo que iba primera y fue súper emocionante escucharlo de un amigo. Estábamos cerca del kilómetro 30 y aunque sentí presión, sabía que quedaba demasiada carrera por delante y no había nada dicho. Terminamos de subir juntos el cerro y por suerte estaba conmigo en la bajada más difícil para mi cabeza. Saber que había una mano cerca en caso de necesitarla, fue suficiente. Más rápido de lo que pensé habían terminado esos 3 kms odiosos.
La primera mujer de los 110K
Llegamos a un plano y se oían de lejos los aplausos y gritos de ánimo de gente que cerca de la 1 de la mañana estaba ahí para alentar a los corredores. Me recibieron con felicitaciones y anuncios de “la primera mujer de los 110k”, no lo podía creer.
En el camino pasó de todo. Me quedé sola un largo rato, un cerro casi entero, y tuve que jugar con mi cabeza para no tener nervios. Hubo un rato muy frío que justo me tocó cruzar charcos y arroyos, con agua tan helada que no sentía los pies. Había neblina y mi respiración se transformaba en vapor. Costaba ver más allá de un metro. Pero al poco rato me olvidé del frío, como que mi cuerpo se acostumbró.
Sin darme cuenta llegué a la mitad de la ruta, 55,5 kms y seguía primera. De ahí en adelante era todo nuevo para mí, porque nunca había corrido más de 50k. En ese momento pensé “aquí es donde realmente empieza la carrera” y me concentré en seguir avanzando lo más constante posible.
Seguía la aventura. En una parte había que correr por dentro de un lago, con el agua hasta las rodillas. Y saliendo a la playa pisé mal y me hice un tirón en el isquiotibial derecho que me dejó cojeando y adolorida. Pero con un trote suavecito y haciéndome masaje con la mano, pude seguir. Llegué al próximo PAS y cuando iba saliendo se me acercó un organizador y me dijo: ¿ves ese cerro? Lo terminás, y tenés la carrera lista, ¡ganaste! Pero…. Mirá la altura, todo eso lo vas a subir en 3 kms”… respiré hondo, miré hacia el frente y me dije: ”¡vamos Pepa, que a esto vinimos!” Y partí.
Mis ojos estaban cansados de la oscuridad ya ni siquiera lograba leer el reloj. Hasta que empezó a amanecer. Maravilloso como se colaba la luz entre medio de los árboles y la vista empezaba a descansar. Una ruta pesada, con harta pendiente, que disfruté como niña. Llegamos arriba, era imposible no reír de felicidad.
Último PAS, km 100. Entro y todos se paran a aplaudirme. Otra vez llorando de emoción. Mientras recargaba mis botellas y tomaba jugo, un chico se me acerca y me dice “tenés la carrera en el bolsillo, aguantá y cruzá la meta. No queda nada y es sólo en bajada”. Salí a terminar entre llantos de emoción y un poquito de nervios.
Llegué a un camino de autos de tierra, que generalmente hubiera disfrutado un montón y probablemente habría corrido feliz hacia arriba, pero me dolía la pierna harto. Tomé mis bastones y fui subiendo a un ritmo constante y firme pero sin acelerar.
Entré al pueblo, empezó a haber más público. Aplausos, felicitaciones, me corrían las lágrimas. Crucé el puente, ya no daba más de emoción. Quedaban 500 metros para terminar. ¡Había ganado!
Pasé a las calles de San Martín, cuadras de gente aplaudiendo, alentando, dando la mano, yo lloraba más. Veo el arco de meta, y escucho los gritos de mis amigos esperándome, últimos pasos, cruzo la cinta y me desborda la felicidad.
Después de 17 horas y 48 minutos estaba terminando esta fiesta. Mis primeros 110k. La carrera que para mí era un sueño, que veía como un mundial en Sudamérica, Patagonia Run, que sonaba tan fuerte, la había ganado.
No sé bien qué pensé en ese momento, pero sí sé qué sentía. Todo era demasiado, felicidad, orgullo, satisfacción, emoción, euforia. Literalmente era como si no cupiera en mi misma.
Escrito por: Pepa Canales,trail runner y periodista